Otro silencio, de ésos, a los que me tenía
acostumbrado Mi Ángel y en los que cada
uno de los segundos, que me privaban de su luz, se me hacía eterno, pues estaba
convencido que, de seguida, sería sorprendido. Y así fue…
—En su cumpleaños le mandarás un regalo a su casa. Yo
te sugiero un ramo de rosas blancas, porque es el color de la amistad. Mándale
una rosa blanca por cada uno de los años que cumple. ¿Cuántos son?
—Cumple 22 años —le contesté.
—Pues ya sabes que tienes que ir ahorrando.
No lo dejes todo para el último momento, porque las rosas blancas son difíciles
de encontrar.
—¡Tranquila, comenzaré a mirarlo desde ya! —le
contesté emocionado.
Me emocioné mucho con su idea, tanto por su
fondo como por la forma, pero supe que iba a tener muy difícil la elección de
su regalo. La dimensión de mi amor era tal que, de inmediato, intuí que tendría
mucho en cuenta; hasta el más inapreciable detalle a los ojos de cualquier otro
mortal. Mi propósito fue el de conseguir la obra más encantadora, completa y
tierna. Me empeñé en buscar el regalo más lindo e irresistible, porque era
justo lo que ella se merecía.
—Si le mandas este regalo será un punto de inflexión,
muy importante, que marcará un antes y un después entre vosotros.
—Se lo mandaré, estoy seguro.
—Fernando mándame un mensaje, por el móvil,
con el número de Vicky.
—¿Cómo?... ¿Pero para qué? —le contesté
—Tengo que tener su número. No te preocupes.
—¿Pero es que piensas hablar con ella?
—¿Quién sabe? Lo mismo sí —contestó riéndose.
—¡Pero Loly! ¿Cuándo puede ocurrir eso? —entonces
Loly notó mi razonable preocupación.
—Eso no te lo puedo decir. Tienes que confiar
en mí.
—¡O sea que, cualquier día, tú hablas con
ella y yo ni me entero!
Me jugaba tanto, que mi preocupación traspasó
el límite en el que tampoco controlé la insistente estupidez de mis preguntas,
por lo que, a Mi Ángel, no le quedó más remedio que burlarse de mis altas dosis
de infantilismo, que le demostré al preguntar cosas tan evidentes.
—¡Que sí Fer! Yo la llamaré y ya está.
Y mientras me hablaba me imaginé los ojos de
Loly entornándose. Y tan paciente como siempre lo era ella conmigo.
El resto del día pensé en sus palabras; San Ramón,
el regalo de cumpleaños y, sobre todo, el hecho de que Loly tuviese el número
de móvil de Virginia. Más que nada, me preocupaba la primera reacción de mi
chiquitina, pues tanto Mi Ángel como Vicky eran 2 personas con mucho carácter.
Mi amiga Loly gozaba de un extraordinario dominio de su genio y, en los
momentos en los que tenía que aplacarse y ganarse del todo la confianza de
alguien, tenía y tiene el encantador “Don” de penetrar en el corazón de las
personas y sentir lo que ellos están viviendo, para así actuar de la forma más
reconciliadora posible. Mi Ángel era capaz de lograr que las personas se
mirasen, a sí mismas, como si estuviesen en frente de un espejo, sólo que en su
versión más psicoanalítica. Y como al contrario de lo que se pretende en otro
espejo más convencional, en éste y con tal de despertar el lado más humilde de
las personas, se resaltaban los defectos y se camuflaban las virtudes.
Yo tenía miedo a que Vicky en un primer
instante, y a no conocer a Loly, se resistiese a intercambiar sus impresiones
con ella y no se tomase en serio la conversación; incluso que soltase alguna
palabra fea, fuera de lugar. Vicky no era una persona maleducada, pero todos
podemos serlo alguna vez y Mi Ángel también tenía su propio orgullo por lo que,
conociendo a ambas, mi miedo estaba más que justificado. Loly podría llegar a
ser muy dura con ella.
En mis sucesivas llamadas, a Vicky, se mostró
igual de simpática que de costumbre y yo no noté ninguna actitud extraña en
ella. Hasta llegué a olvidarme de que Loly me había pedido su número y, yo
mismo, obtuve mis propias conclusiones, razonando honestamente los últimos hechos
acaecidos. ¿Quién mejor persona podría tener su número de móvil? ¿Quién mejor podría
acercarse a ella que Mi Ángel? Ella era la única persona que conocía mi
historia, al dedillo, comprendía toda mi lucha y lo muchísimo que la amaba.
Pero al quinto día, y mientras hablaba con
Vicky, sí la noté pensativa y más seria, conmigo, que de costumbre. Y, nada mas
colgar mi teléfono, pensé durante horas en que, a lo mejor, ya había sucedido algo entre mi
amiga Loly y ella.
Llamé a Loly como venía haciéndolo todas las
noches y, sin miramientos, se lo
pregunté, pero ella me negó su intervención y yo la creí. Dos días más tarde,
mi Loly me mandó un mensaje diciéndome que le volviese a pedir una cita a Vicky
y me decidí a hacerlo sin poner ningún “pero”. Sorprendentemente, todo salió a
pedir de boca y Virginia aceptó a la primera de cambio; incluso ella misma me
propuso el día. Elegimos vernos aquel mismo sábado, por la mañana, a eso de las
once del mediodía. Porque ya estaba próximo en el calendario y porque, a esa
hora, nos venía bien a los dos. Entonces Mi Ángel sí me lo reconoció.
—Sí. Ya hace unos días que nos mandamos
mensajes. Al principio fue muy duro pero…Fernando puede que ella sí te ame, porque en cuanto
pronuncié tu nombre, cambió toda su actitud y me tomó muy en serio. En estos
días nos hemos ido acercando un poco más, y ayer mismo hablamos por teléfono.
—¡Pero Vicky no me ha contado nada!
—Es normal. Le he dicho que tú no sabías nada
y que no te lo contase. Le he dicho que copié su número, de tu móvil, en un
descuido tuyo.
—¡Pero Loly…Esto me sabe muy mal!
—¿El qué? Fer hay mentiras que son
necesarias. Vicky ve en ti a un buen amigo, pero es muy importante que os veáis
para que pueda volver a sentir algún día…
—Loly. ¿Qué le has dicho para que ella acepte
sin más?
—Eso no te lo puedo decir por ahora. Pero cuando os veáis tendrás que
vaciarte, por completo, como si fuese la última vez; tu última oportunidad. A
ella le tiene que quedar muy claro lo que tú sientes. Todo tiene que quedar muy
claro entre vosotros dos.
Dejó de importarme el cómo Loly lo había conseguido. Por fin
iba a tener la oportunidad de ver a Vicky.
Adiviné aquel singular enfrentamiento entre
ellas dos, y supuse que Virginia y Loly habían tenido sus más y sus menos por
teléfono. Aunque confié en Mi Ángel y en su extraordinario “Don” de amansar a
las fieras más feroces. Aun así me pareció sorprendente que, Vicky al fin,
hubiese aceptado mi cita.
Venía soportando tres larguísimos meses de
espera, en los que soñaba con sus gestos y su mirada eléctrica e interesante.
Cómo echaba de menos el tacto de sus brazos, sus manos, su piel, su leve risa
cuando yo le decía alguna gracia al oído y, sobre todo, el particular matiz de su
voz, cuando me hablaba en persona, que tanto me gustaba y que apenas percibía
por teléfono.
Viví días de locura colectiva, contagiando a
todo el mundo mi júbilo, y no quedó ni uno sólo de mis amigos sin saber de “el
esperado encuentro con mi vida”. Pues Virginia era precisamente eso; mi vida
con forma de mujer. Mi espíritu reencarnado en todo su apogeo de belleza, y mi
razón de existir.
Aquel sábado salté de la cama por inercia
porque, desde muy temprana hora, mis ojos se abrieron desorbitados y mi alma tembló entera al son de tambores de
bienvenida, que intentaron prepararme para lo que se me venía encima.
Estaba ante el día más importante de mi
existencia, después de tanto tiempo esperando mi oportunidad, mi miedo se
hallaba elevado a la máxima potencia, porque me horrorizaba defraudar a Vicky.
Durante toda la noche no cesé de dar vueltas en la cama y mi querida madre, que
como todas gozan de un sexto sentido, no sólo me escuchó sino que nada más
verme levantado, y en el baño a las 7:30 de la mañana, afeitándome y
duchándome, se imaginó que tramaba algo de vital importancia para mí.
Mi madre tenía la mosca detrás de su oreja y
la expresión de su cara me habló sin palabras pero, ante mi impasible
comportamiento, acabó preguntándomelo.
—¿Has quedado con ella, verdad?
—Sí. ¡Por fin! —le contesté.
—¡No sabes lo que vas a hacer!... —me
contestó.
Su incomprensión me sonó muy injusta, porque
presentí demasiado recelo en su corazón.
Volví a hacer caso a Loly en lo de afeitarme
con mucho tiempo de antelación, por miedo a cortarme en el intento, y me alivió saber que aún faltaban tres
horas para verla, después de comprobar, ante el espejo, cómo se me levantó toda
la cara después del afeitado; debido a mi piel sensible. No recuerdo haber
pasado, nunca, tantas horas frente a un espejo y eso que recordé, las ciertas
palabras de Mi Ángel:
“Lo suyo
contigo no es físico. Tú tranquilo que le gustarás”.
Me obsesioné con cada detalle, tanto de
limpieza de cara, oídos, pelo, crema para dejar la piel de mi cara suave, dientes…,
como también de vestimenta. Escogí la ropa más adecuada, no sólo la que mejor
le sentaba a la figura de mi cuerpo, sino también la que realzaba más el brillo
de mi cara. Por todos es sabido que a las personas hay colores que les sientan
mejor que otros, por eso escruté mi armario buscando, los que mejor entonasen
con mi leve moreno de aquel verano de 2001. Con tanta actividad exteriorizada,
durante los últimos meses de lucha, apenas me había dado tiempo de tomar el sol,
por eso mi cara, sin estar del todo pálida, distaba mucho de alcanzar el nivel
de color que tanto me favorecía y que, normalmente, ya lucía a esas alturas del
año.
Salí de casa muy justo de tiempo, a causa de
mi demora frente el espejo. Sólo me quedaba media hora para llegar a nuestro
punto de encuentro, en Hospitalet. Portaba en mis manos una cámara de fotos y hasta
pensé en pedirle a un desconocido, que pasase por allí, que nos hiciese una foto
a Vicky y a mí juntos. Lo tenía todo bien calculado, perfectamente hilvanado,
para agradarle en todos los aspectos y que disfrutásemos de unas horas de
ensueño. Deseaba que Vicky vibrase con mi presencia, que se riese mucho y que
se llenase conmigo; se sintiese comprendida y cuidada. Mi fiel propósito,
únicamente, era que mi Virginia después de aquella cita necesitase volver a
verme muy pronto.
Camino del coche comencé a notar unas náuseas
horribles. Las muchas horas sin probar bocado y mis continuos nervios,
devastaron mi endeble estómago.
Cambié mis sueños al volante por mis rezos y,
durante todo mi viaje, recé sin tregua para que todo me saliese bien y ningún imprevisto, de última hora,
arruinase mi cita. Lamentablemente, aquel día, “El Señor” no me escuchó o, si
lo hizo, creyó necesario seguir poniéndome a prueba.
Aquella mañana me vestí con un pantalón azul
tejano, de apariencia bastante nuevo,
pues apenas hacía una semana que me lo había comprado, unos zapatos negros y
una camisa polo de manga larga; de cuello redondo y color morada, con listas
rojas, blancas y marrones. Mi demora frente al espejo dio sus frutos y me entusiasmé,
por haber sabido encontrar el vestuario que más me favorecía; el acorde a mis
humildes cualidades físicas. Me atrevo a decir… ¡Que hasta estaba guapo!
Nada más pisar la parada de metro, de
Bellvitge, miré a un lado y al otro
afinando mi vista a lo lejos. El reloj del mercado, cercano al estrecho camino
que daba la entrada al parque, marcaba las once en punto. Y todo estaba dispuesto,
pero Vicky no llegaba. Me temí lo peor. Ella nunca se retrasaba, al contrario,
era muy puntual, así que el desastre volvió a planear sobre mí.
Me esforcé mirando entre todo aquel barullo
de cabezas que paseaban a esas horas. Yo era consciente de su reciente cambio
de imagen. Vicky me lo había avisado unos días antes de aceptar mi cita. Ella
se había cortado el pelo muy corto, casi a lo chico, y teñido de un rubio no
muy intenso. También se había colocado un pirsin; un diminuto punto, brillante,
en el lado izquierdo de su nariz. Pese a sus cambios para nada tuve miedo a no reconocerla
porque, su generosa expresión de vida azotaba diariamente mis pensamientos. La
reconocería entre un millar de personas y con tan sólo levantar mi mirada, por
mucho que se intentase camuflar y por muchos cambios, físicos, que ella experimentase.
Su sola fugaz presencia afectaba de tal
manera a mi comportamiento, que yo nunca me quedaba impasible cuando ella se
encontraba cerca de mí. Me hacía perder mi rumbo. Vicky descontrolaba mi
virtual brújula; la volvía rematadamente loca. Ella y yo gozábamos de un
peculiar magnetismo; era como un radar espiritual, muy poderoso, que nos
avisaba cuando uno se encontraba cerca del otro. Por todo esto supe que, ella,
no había acudido a nuestra cita.
Retrasé mi llamada lo más que aguanté, porque
no quise incomodarla, pero es que ya llevaba más de 20 minutos desquiciándome, abordando
otro tipo de pensamientos más funestos. ¿Y si le había pasado algo grave?
Me dispuse a marcar su número y, para desesperación
mía, saltó su contestador automático,
anunciándome que su móvil lo tenía apagado o fuera de cobertura. ¡Esto sí que
fue lo peor! Porque me imaginé un sinfín de desgracias y contratiempos que la estaban
poniendo en aprietos. ¡Quién sabe si mi chiquitina estaba sufriendo, y yo sin
poder hacer nada para impedirlo! Durante algunos momentos no pude pensar con
claridad. Me costó mantener la calma y noté mi ritmo cardiaco, demasiado severo
conmigo. Confieso que ni se me pasó por
la mente que Vicky me hubiese dado esquinazo, porque fue ella misma, aunque
inducida por Mi Ángel, la que me pidió el vernos y estaba convencido que Vicky
fue sincera, cuando me dijo que tenía muchas ganas de verme.
Llamé repetidamente, durante una hora, y
perdí toda mi esperanza de verla en aquella mañana. Lo único que ya pretendía
era escuchar su voz, para convencerme de que se encontraba bien y así apaciguar
mi infierno interno. A eso de las 12.15 del mediodía, su teléfono, al fin, hizo
llamada y Vicky contestó al tercer tono, con esa voz de circunstancias que
solemos emplear, las personas, cuando sabemos que no nos hemos portado bien.
Ring…
—Vicky. ¿Dónde estás?
—Estoy aquí en mi casa —me contestó con
cierta frialdad.
—Pero Vicky yo estoy aquí, en Bellvitge, donde
habíamos quedado. Estoy esperándote.
—¡Ya! Pero es que, esta mañana, me he despertado
con el labio inflamado, como si tuviese fiebre, o algo, y no me apetecía que me
vieses así.
—Pero Vicky. ¿Por qué no me has llamado? Llevo
una hora y media, aquí, esperándote.
—No tengo saldo Fernando. No te he podido
avisar.
¡Menuda respuesta! Se me antojó tan estúpida
su excusa, que no entré ni a valorarla. Me sentí muy decepcionado. ¿Por qué no
me llamó desde el teléfono de casa, para al menos avisarme de que no vendría?
¿Tan poco significaba yo para ella?
Su injusto y frio comportamiento, me dejó sin
fuerzas para nada más y no quise hacerle más preguntas pero, antes de colgar, advertí
su tristeza. Vicky estaba triste.
Colgué sin despedirme, y seguro que ella notó
mi legítimo enfado. Después ande, alocadamente, y sin rumbo ni un porqué, hasta
que me recuperé un poco y llamé a Mi Ángel. Ella, como siempre, me escuchó y
cortó mi ansiedad para decirme:
¡Vete a casa!... Y tranquilo.
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