sábado, 24 de noviembre de 2012

   Lo prometido es deuda. Aquí tenéis un nuevo capítulo de mi novela. Espero os pique la curiosidad de continuar leyendo. Ya sabéis que espero vuestros comentarios. Un abrazo a todos.



  Otro silencio, de ésos, a los que me tenía acostumbrado Mi Ángel y en los que cada uno de los segundos, que me privaban de su luz, se me hacía eterno, pues estaba convencido que, de seguida, sería sorprendido. Y así fue…

  —En su cumpleaños le mandarás un regalo a su casa. Yo te sugiero un ramo de rosas blancas, porque es el color de la amistad. Mándale una rosa blanca por cada uno de los años que cumple. ¿Cuántos son?
  —Cumple 22 años —le contesté.
  —Pues ya sabes que tienes que ir ahorrando. No lo dejes todo para el último momento, porque las rosas blancas son difíciles de encontrar.
  —¡Tranquila, comenzaré a mirarlo desde ya! —le contesté emocionado.

  Me emocioné mucho con su idea, tanto por su fondo como por la forma, pero supe que iba a tener muy difícil la elección de su regalo. La dimensión de mi amor era tal que, de inmediato, intuí que tendría mucho en cuenta; hasta el más inapreciable detalle a los ojos de cualquier otro mortal. Mi propósito fue el de conseguir la obra más encantadora, completa y tierna. Me empeñé en buscar el regalo más lindo e irresistible, porque era justo lo que ella se merecía.

  —Si le mandas este regalo será un punto de inflexión, muy importante, que marcará un antes y un después entre vosotros.
  —Se lo mandaré, estoy seguro.
  —Fernando mándame un mensaje, por el móvil, con el número de Vicky.
  —¿Cómo?... ¿Pero para qué? —le contesté
  —Tengo que tener su número. No te preocupes.
  —¿Pero es que piensas hablar con ella?
  —¿Quién sabe? Lo mismo sí —contestó riéndose.
  —¡Pero Loly! ¿Cuándo puede ocurrir eso? —entonces Loly notó mi razonable preocupación.
  —Eso no te lo puedo decir. Tienes que confiar en mí.
  —¡O sea que, cualquier día, tú hablas con ella y yo ni me entero!

  Me jugaba tanto, que mi preocupación traspasó el límite en el que tampoco controlé la insistente estupidez de mis preguntas, por lo que, a Mi Ángel, no le quedó más remedio que burlarse de mis altas dosis de infantilismo, que le demostré al preguntar cosas tan evidentes.

  —¡Que sí Fer! Yo la llamaré y ya está.
  Y mientras me hablaba me imaginé los ojos de Loly entornándose. Y tan paciente como siempre lo era ella conmigo.
 
  El resto del día pensé en sus palabras; San Ramón, el regalo de cumpleaños y, sobre todo, el hecho de que Loly tuviese el número de móvil de Virginia. Más que nada, me preocupaba la primera reacción de mi chiquitina, pues tanto Mi Ángel como Vicky eran 2 personas con mucho carácter. Mi amiga Loly gozaba de un extraordinario dominio de su genio y, en los momentos en los que tenía que aplacarse y ganarse del todo la confianza de alguien, tenía y tiene el encantador “Don” de penetrar en el corazón de las personas y sentir lo que ellos están viviendo, para así actuar de la forma más reconciliadora posible. Mi Ángel era capaz de lograr que las personas se mirasen, a sí mismas, como si estuviesen en frente de un espejo, sólo que en su versión más psicoanalítica. Y como al contrario de lo que se pretende en otro espejo más convencional, en éste y con tal de despertar el lado más humilde de las personas, se resaltaban los defectos y se camuflaban las virtudes.
  Yo tenía miedo a que Vicky en un primer instante, y a no conocer a Loly, se resistiese a intercambiar sus impresiones con ella y no se tomase en serio la conversación; incluso que soltase alguna palabra fea, fuera de lugar. Vicky no era una persona maleducada, pero todos podemos serlo alguna vez y Mi Ángel también tenía su propio orgullo por lo que, conociendo a ambas, mi miedo estaba más que justificado. Loly podría llegar a ser muy dura con ella.

  En mis sucesivas llamadas, a Vicky, se mostró igual de simpática que de costumbre y yo no noté ninguna actitud extraña en ella. Hasta llegué a olvidarme de que Loly me había pedido su número y, yo mismo, obtuve mis propias conclusiones, razonando honestamente los últimos hechos acaecidos. ¿Quién mejor persona podría tener su número de móvil? ¿Quién mejor podría acercarse a ella que Mi Ángel? Ella era la única persona que conocía mi historia, al dedillo, comprendía toda mi lucha y lo muchísimo que la amaba.
  Pero al quinto día, y mientras hablaba con Vicky, sí la noté pensativa y más seria, conmigo, que de costumbre. Y, nada mas colgar mi teléfono, pensé durante horas en que, a lo mejor, ya había sucedido algo entre mi amiga Loly y ella.
  Llamé a Loly como venía haciéndolo todas las noches y, sin miramientos, se lo pregunté, pero ella me negó su intervención y yo la creí. Dos días más tarde, mi Loly me mandó un mensaje diciéndome que le volviese a pedir una cita a Vicky y me decidí a hacerlo sin poner ningún “pero”. Sorprendentemente, todo salió a pedir de boca y Virginia aceptó a la primera de cambio; incluso ella misma me propuso el día. Elegimos vernos aquel mismo sábado, por la mañana, a eso de las once del mediodía. Porque ya estaba próximo en el calendario y porque, a esa hora, nos venía bien a los dos. Entonces Mi Ángel sí me lo reconoció.

  —Sí. Ya hace unos días que nos mandamos mensajes. Al principio fue muy duro pero…Fernando puede que ella sí te ame, porque en cuanto pronuncié tu nombre, cambió toda su actitud y me tomó muy en serio. En estos días nos hemos ido acercando un poco más, y ayer mismo hablamos por teléfono.
  —¡Pero Vicky no me ha contado nada!
  —Es normal. Le he dicho que tú no sabías nada y que no te lo contase. Le he dicho que copié su número, de tu móvil, en un descuido tuyo.
  —¡Pero Loly…Esto me sabe muy mal!
  —¿El qué? Fer hay mentiras que son necesarias. Vicky ve en ti a un buen amigo, pero es muy importante que os veáis para que pueda volver a sentir algún día…
  —Loly. ¿Qué le has dicho para que ella acepte sin más?
  —Eso no te lo puedo decir por ahora. Pero cuando os veáis tendrás que vaciarte, por completo, como si fuese la última vez; tu última oportunidad. A ella le tiene que quedar muy claro lo que tú sientes. Todo tiene que quedar muy claro entre vosotros dos.
  Dejó de importarme el cómo Loly lo había conseguido. Por fin iba a tener la oportunidad de ver a Vicky.
  Adiviné aquel singular enfrentamiento entre ellas dos, y supuse que Virginia y Loly habían tenido sus más y sus menos por teléfono. Aunque confié en Mi Ángel y en su extraordinario “Don” de amansar a las fieras más feroces. Aun así me pareció sorprendente que, Vicky al fin, hubiese aceptado mi cita.
  Venía soportando tres larguísimos meses de espera, en los que soñaba con sus gestos y su mirada eléctrica e interesante. Cómo echaba de menos el tacto de sus brazos, sus manos, su piel, su leve risa cuando yo le decía alguna gracia al oído y, sobre todo, el particular matiz de su voz, cuando me hablaba en persona, que tanto me gustaba y que apenas percibía por teléfono.
  Viví días de locura colectiva, contagiando a todo el mundo mi júbilo, y no quedó ni uno sólo de mis amigos sin saber de “el esperado encuentro con mi vida”. Pues Virginia era precisamente eso; mi vida con forma de mujer. Mi espíritu reencarnado en todo su apogeo de belleza, y mi razón de existir.
  Aquel sábado salté de la cama por inercia porque, desde muy temprana hora, mis ojos se abrieron desorbitados y mi alma tembló entera al son de tambores de bienvenida, que intentaron prepararme para lo que se me venía encima.
  Estaba ante el día más importante de mi existencia, después de tanto tiempo esperando mi oportunidad, mi miedo se hallaba elevado a la máxima potencia, porque me horrorizaba defraudar a Vicky. Durante toda la noche no cesé de dar vueltas en la cama y mi querida madre, que como todas gozan de un sexto sentido, no sólo me escuchó sino que nada más verme levantado, y en el baño a las 7:30 de la mañana, afeitándome y duchándome, se imaginó que tramaba algo de vital importancia para mí.
  Mi madre tenía la mosca detrás de su oreja y la expresión de su cara me habló sin palabras pero, ante mi impasible comportamiento, acabó preguntándomelo.

  —¿Has quedado con ella, verdad?
  —Sí. ¡Por fin! —le contesté.
  —¡No sabes lo que vas a hacer!... —me contestó.
 
  Su incomprensión me sonó muy injusta, porque presentí demasiado recelo en su corazón.
  Volví a hacer caso a Loly en lo de afeitarme con mucho tiempo de antelación, por miedo a cortarme en el intento, y me alivió saber que aún faltaban tres horas para verla, después de comprobar, ante el espejo, cómo se me levantó toda la cara después del afeitado; debido a mi piel sensible. No recuerdo haber pasado, nunca, tantas horas frente a un espejo y eso que recordé, las ciertas palabras de Mi Ángel:

  “Lo suyo contigo no es físico. Tú tranquilo que le gustarás”.

  Me obsesioné con cada detalle, tanto de limpieza de cara, oídos, pelo, crema para dejar la piel de mi cara suave, dientes…, como también de vestimenta. Escogí la ropa más adecuada, no sólo la que mejor le sentaba a la figura de mi cuerpo, sino también la que realzaba más el brillo de mi cara. Por todos es sabido que a las personas hay colores que les sientan mejor que otros, por eso escruté mi armario buscando, los que mejor entonasen con mi leve moreno de aquel verano de 2001. Con tanta actividad exteriorizada, durante los últimos meses de lucha, apenas me había dado tiempo de tomar el sol, por eso mi cara, sin estar del todo pálida, distaba mucho de alcanzar el nivel de color que tanto me favorecía y que, normalmente, ya lucía a esas alturas del año.
  Salí de casa muy justo de tiempo, a causa de mi demora frente el espejo. Sólo me quedaba media hora para llegar a nuestro punto de encuentro, en Hospitalet. Portaba en mis manos una cámara de fotos y hasta pensé en pedirle a un desconocido, que pasase por allí, que nos hiciese una foto a Vicky y a mí juntos. Lo tenía todo bien calculado, perfectamente hilvanado, para agradarle en todos los aspectos y que disfrutásemos de unas horas de ensueño. Deseaba que Vicky vibrase con mi presencia, que se riese mucho y que se llenase conmigo; se sintiese comprendida y cuidada. Mi fiel propósito, únicamente, era que mi Virginia después de aquella cita necesitase volver a verme muy pronto.
  Camino del coche comencé a notar unas náuseas horribles. Las muchas horas sin probar bocado y mis continuos nervios, devastaron mi endeble estómago.
  Cambié mis sueños al volante por mis rezos y, durante todo mi viaje, recé sin tregua para que todo me saliese bien y ningún imprevisto, de última hora, arruinase mi cita. Lamentablemente, aquel día, “El Señor” no me escuchó o, si lo hizo, creyó necesario seguir poniéndome a prueba.
  Aquella mañana me vestí con un pantalón azul tejano, de apariencia bastante nuevo, pues apenas hacía una semana que me lo había comprado, unos zapatos negros y una camisa polo de manga larga; de cuello redondo y color morada, con listas rojas, blancas y marrones. Mi demora frente al espejo dio sus frutos y me entusiasmé, por haber sabido encontrar el vestuario que más me favorecía; el acorde a mis humildes cualidades físicas. Me atrevo a decir… ¡Que hasta estaba guapo!

  Nada más pisar la parada de metro, de Bellvitge, miré a  un lado y al otro afinando mi vista a lo lejos. El reloj del mercado, cercano al estrecho camino que daba la entrada al parque, marcaba las once en punto. Y todo estaba dispuesto, pero Vicky no llegaba. Me temí lo peor. Ella nunca se retrasaba, al contrario, era muy puntual, así que el desastre volvió a planear sobre mí.
  Me esforcé mirando entre todo aquel barullo de cabezas que paseaban a esas horas. Yo era consciente de su reciente cambio de imagen. Vicky me lo había avisado unos días antes de aceptar mi cita. Ella se había cortado el pelo muy corto, casi a lo chico, y teñido de un rubio no muy intenso. También se había colocado un pirsin; un diminuto punto, brillante, en el lado izquierdo de su nariz. Pese a sus cambios para nada tuve miedo a no reconocerla porque, su generosa expresión de vida azotaba diariamente mis pensamientos. La reconocería entre un millar de personas y con tan sólo levantar mi mirada, por mucho que se intentase camuflar y por muchos cambios, físicos, que ella experimentase.
  Su sola fugaz presencia afectaba de tal manera a mi comportamiento, que yo nunca me quedaba impasible cuando ella se encontraba cerca de mí. Me hacía perder mi rumbo. Vicky descontrolaba mi virtual brújula; la volvía rematadamente loca. Ella y yo gozábamos de un peculiar magnetismo; era como un radar espiritual, muy poderoso, que nos avisaba cuando uno se encontraba cerca del otro. Por todo esto supe que, ella, no había acudido a nuestra cita.
 
  Retrasé mi llamada lo más que aguanté, porque no quise incomodarla, pero es que ya llevaba más de 20 minutos desquiciándome, abordando otro tipo de pensamientos más funestos. ¿Y si le había pasado algo grave?
  Me dispuse a marcar su número y, para desesperación    mía, saltó su contestador automático, anunciándome que su móvil lo tenía apagado o fuera de cobertura. ¡Esto sí que fue lo peor! Porque me imaginé un sinfín de desgracias y contratiempos que la estaban poniendo en aprietos. ¡Quién sabe si mi chiquitina estaba sufriendo, y yo sin poder hacer nada para impedirlo! Durante algunos momentos no pude pensar con claridad. Me costó mantener la calma y noté mi ritmo cardiaco, demasiado severo conmigo. Confieso que  ni se me pasó por la mente que Vicky me hubiese dado esquinazo, porque fue ella misma, aunque inducida por Mi Ángel, la que me pidió el vernos y estaba convencido que Vicky fue sincera, cuando me dijo que tenía muchas ganas de verme.
  Llamé repetidamente, durante una hora, y perdí toda mi esperanza de verla en aquella mañana. Lo único que ya pretendía era escuchar su voz, para convencerme de que se encontraba bien y así apaciguar mi infierno interno. A eso de las 12.15 del mediodía, su teléfono, al fin, hizo llamada y Vicky contestó al tercer tono, con esa voz de circunstancias que solemos emplear, las personas, cuando sabemos que no nos hemos portado bien.

  Ring…
  —Vicky. ¿Dónde estás?
  —Estoy aquí en mi casa —me contestó con cierta frialdad.
  —Pero Vicky yo estoy aquí, en Bellvitge, donde habíamos quedado. Estoy esperándote.
  —¡Ya! Pero es que, esta mañana, me he despertado con el labio inflamado, como si tuviese fiebre, o algo, y no me apetecía que me vieses así.
  —Pero Vicky. ¿Por qué no me has llamado? Llevo una hora y media, aquí, esperándote.
  —No tengo saldo Fernando. No te he podido avisar.

  ¡Menuda respuesta! Se me antojó tan estúpida su excusa, que no entré ni a valorarla. Me sentí muy decepcionado. ¿Por qué no me llamó desde el teléfono de casa, para al menos avisarme de que no vendría? ¿Tan poco significaba yo para ella?
  Su injusto y frio comportamiento, me dejó sin fuerzas para nada más y no quise hacerle más preguntas pero, antes de colgar, advertí su tristeza. Vicky estaba triste.
  Colgué sin despedirme, y seguro que ella notó mi legítimo enfado. Después ande, alocadamente, y sin rumbo ni un porqué, hasta que me recuperé un poco y llamé a Mi Ángel. Ella, como siempre, me escuchó y cortó mi ansiedad para decirme:

  ¡Vete a casa!... Y tranquilo.