CAPÍTULO 6
11 DE MARZO DE 2001
Caminaba temblando, de nuevo, a la estación.
Mis ideas corrían a todo gas por mi cabeza y mi corazón, pese a los nervios, aún
palpitaba tranquilo. Los ojos muy brillantes, las manos frías. Estaba aterrado
y me temía lo peor.
Vestía un pantalón negro, un jersey azul de
pico, zapatos negros y un abrigo obscuro, de un tono agrisado, que ya comenzaba
a sobrarme pues, a pesar de que era invierno, aquella tarde gozábamos de una
generosa temperatura.
Vicky y yo habíamos quedado a las cuatro y
media de la tarde, en pleno centro de Barcelona; nada más y nada menos que en
el Corte Inglés de Plaza Cataluña. A esa hora el bullicio de gente solía ser
agotador. Yo había estado planeando nuestra cita durante toda la semana y había
pensado hasta en el más mínimo detalle, para que no faltase de nada en nuestra
velada; las entradas de cine, el lugar para cenar…, pero el momento se hizo
esperar. Fui a la parada de metro donde habíamos quedado, concretamente en la
salida de la Línea 1 (Plaza Cataluña), pero por más que miré a un lado y a
otro, no vi a ninguna chica parecida a la descripción que conocía de Vicky. Fue,
a partir de ese instante, cuando mi corazón comenzó a desbordarse sin remedio alguno.
Y, de repente, sonó mi móvil y eché rápidamente mi mano al bolsillo de mi
abrigo, para ver quién me estaba llamando. Era ella, diciéndome que se había equivocado
de salida de metro, y pude respirar, tranquilamente, aliviado. Le dije que no
se moviese de donde estaba, porque yo mismo iría en su busca. Me esperaba justo
enfrente de la puerta del “Hard Rock Café “; al otro extremo de la Plaza Cataluña.
Mientras me fui acercando, continuamos hablando por nuestros móviles. Cada vez estábamos
más nerviosos, hasta el punto de no saber ni qué decirnos. Lo único que nos preocupaba
era, encontrarnos lo antes posible y descubrirnos físicamente, para bien o para
mal, pues lo que teníamos muy claro era que no podíamos seguir viviendo, ni un
día más, sin vernos.
Por fin nos vimos y colgamos los teléfonos,
casi a la vez. Me quedé paralizado sin poder mover ni un solo músculo de mi cuerpo. Me fue muy fácil reconocerla
por todas las veces que nos habíamos descrito. Me había contado, por teléfono,
que medía más o menos lo mismo que yo; un metro sesenta y ocho centímetros, y
que su pelo era de color negro, natural, a la altura de sus hombros, y de piel
blanca. Eran los detalles, físicos, que yo más valoraba en una mujer y, felizmente,
ella los reunía como a conciencia sin saber que, una gran parte de mí, ya la
amaba desde hacía muchos días. Yo amaba lo más imprescindible de ella; todo su interior y lo que significaba para mí. Por esa
razón nunca me importó, ni lo más mínimo, su carta de presentación.
Fueron varios los segundos en los que no
supimos cómo reaccionar. Únicamente, nos decidimos a mirarnos de arriba abajo
hasta que, por fin, nos rendimos el uno al otro y fuimos acercándonos,
lentamente. Para satisfacción mía, pude tener el honor de apreciar a una chica
muy linda y quise abarcar tantos detalles, de su físico, que me fue imposible
contener alguno. Tampoco, en aquel primer instante, pude ver sus ojos, pues
ella llevaba gafas de sol. Le sonreí y Vicky
hizo lo propio.
—Hola —le dije tremendamente nervioso.
—Hola —me contestó, con mucha suavidad, a la
vez que se fue acercando para abrazarme.
Nos dimos un abrazo cortito y dos besos y,
mientras la abracé, le dije:
—Soy Fernando... —y sonreí.
—¡Ya! —me dijo ella, sonriéndome también.
Y con una leve carcajada, por parte de ambos,
fuimos paseando a paso muy lento sin tener nada claro, ni qué hacer ni dónde
ir, hasta que yo me atreví a proponerle ir a tomar algo, con la idea de hacer
un poco de tiempo hasta que llegase la hora de entrar en el cine. Y,
finalmente, elegimos un lugar muy cercano del mismo paseo por donde anduvimos. No
puedo evitar reírme cuando recuerdo una frase suya. Fue en aquella tarde y
mientras subimos con nuestras bandejas por las escaleras de la cafetería.
“¡Ji!... ¿Lo tuyo... camarero? ¡Como que no! “
Porque segundos antes, se me había caído el
refresco de la bandeja al suelo y, encima, era lo único que llevaba en ella.
Fue gracioso. Os lo prometo.
Nos acomodamos uno al lado del otro. Vicky
vestía un pantalón tejano que, sinceramente, le quedaba de maravilla, un jersey
de cuello alto color granate y una cazadora, también, tejana, pero de un tono
más oscuro que su pantalón. Me temblaba todo el cuerpo, pero me esforcé para
que no se diese cuenta. Comenzamos a hablar, de todo un poco, hasta recordar la
forma en la que nos conocimos. Y, de repente, Vicky se quitó las gafas y pude
contemplar sus ojos por primera vez. Los tenía de color marrón oscuro, como los
míos, pero eso no fue lo primero que percibí de su rostro; fueron sus bellas
pestañas, tan bonitas. Y su mirada, que se clavó en mi pecho como si de mil
cuchillos se tratasen, me dio todo lo que, desde siempre, había estado esperando
en mi vida. Vicky me dedicó una sonrisa, que fue completamente para mí.
Desde que hablé, accidentalmente, por primera
vez con ella, mis sentimientos no habían hecho más que crecer. Llevaba muchos
días pensando en aquella mujer, necesitando de su voz, de sus palabras, de su
comprensión, de su sonrisa, su simpatía y su dulzura. Y ahora la tenía tan
cerca de mí, mirándome, que pude fijarme muy bien en todas y cada una de sus facciones,
como siempre, tantas y tantas veces, imaginé por la calles, camino a casa, después
de oír su maravillosa voz. Todavía guardo intacto ese momento en mi memoria. Son
esas imágenes que, de vez en cuando, nos interrumpen el pensamiento y, llegan a
ser tan reales que, se nos hincha el corazón.
Recuerdo que me resultaba muy difícil mirarla
y disimular mis sentimientos. Tuve que esforzarme mucho para que, ella, no
notase lo nervioso que me encontraba. Pero algo parecido le ocurría a ella a
quien, afortunadamente, vi muy tranquila pero, apenas nueve horas más tarde,
acabó derrotada por las intensas emociones que venía soportando desde primera hora
de la mañana de aquel mismo domingo, demostrándome así que, su asombrosa tranquilidad,
fue sólo pura apariencia.
Yo le tenía reservadas dos sorpresas. Una
creo que ya la sospechaba, porque la tarde anterior habíamos hablado por
teléfono cuando, precisamente, le estaba comprando un regalito para ella. Le
compré unos pendientes, pequeños, de oro. Aquella tarde se extrañó mucho cuando
respondí a su llamada y no tuve más remedio que disimular, diciéndole que había
venido a Barcelona a pasear y a comprar unas cosas al Corte Inglés.
Metí mi mano en el abrigo y saqué la cajita perfectamente
envuelta en papel de regalo. Sus ojos temblaron cuando le dije:
—Esto es para ti. ¡Es una tontería! Pero te lo
regalo con muchísimo cariño y espero que te guste.
Vicky abrió el regalo, con mucho cuidado,
mientras su carita se fue encendiendo con un brillo especial, cuando por fin vio
los pendientes.
—¡Son muy bonitos! Muchas gracias. ¡Pero no
tenías porqué! Te has pasado…Pero muchas gracias. Me gustan mucho.
Mientras me agradecía se me acercó a darme
dos besos, sorprendida como estaba por el detalle que tuve con ella.
Se los probó durante unos minutos y pude
admirárselos, puestos, hasta que ella me confesó su increíble facilidad para enganchárselos. Precisamente, por el
miedo que tenía a enganchárselos caprichosamente con su pelo y perderlos, se
sacó con mucho cuidado los pendientes y los volvió a guardar en su bolso, aunque
no me quedó ninguna duda de que le habían gustado mucho.
Como ya os conté, anteriormente, yo soy
músico desde niño y, desde siempre, me ha gustado componer canciones. Pero
desde hacía tiempo atrás se me negaba la inspiración, me sentía como bloqueado
y mi instinto musical se encontraba dormido.
Pero Vicky fue capaz de obrar un milagro en
mí y, desde aquel 26 de febrero en el que hablé con ella por primera vez, volví
a ser capaz de crear al mismo nivel al que estaba acostumbrado.
Yo trabajaba en un pequeño taller dedicado al
metal, en un pueblo cercano al mío; San Clemente. Y pasé muchos días trabajando,
soldando piezas en aquellas máquinas, con un único pensamiento; y éste era el
de crear mis canciones.
En aquellas 4 paredes, y en escaso medio año,
sembré mucho amor por Vicky; demasiado como para no haceros una especial
mención.
Cuando regresan a mi mente imágenes de aquel
lugar, todavía, me parece que vaya a ser posible el que yo pueda volver a
disfrutar de todas aquellas charlas, tan entrañables, que manteníamos, y
recuerdo nuestros mensajes con una claridad asombrosa. Allí, yo mismo, me
sorprendí de la grandeza de mi amor, de mi deseo de verla, de sentirla, y de mi
necesidad de saber en todo momento que, ella, estaba bien y que no le ocurría
nada malo.
La amaba tanto, que no pude evitar regalarle mis
canciones y, todas ellas, fueron una fuente inagotable de melodías. Lo más
divino era, que todas me sonaban a canto de Ángeles. Las compuse desde tan
adentro de mí, que recuerdo que me resultaba muy fácil llegar a casa y, con la
guitarra en mis manos, darles la forma perfecta a todas aquellas ideas, hasta
conseguir que hablasen por sí solas.
Así compuse mi primera canción para ella; la
titulé “EL JURAMENTO”, y pude acabarla justo a tiempo de nuestra primera cita.
Se la grabé en una cinta de casete, cantada por mí mismo, junto a otro detalle
muy especial; le grabé mi voz, hablándole, contándole todo lo que yo sentía por
ella. Le hablé de mis miedos y todos mis sueños y, por supuesto le hablé, de
todo lo que viví durante aquellas 2 semanas tan intensas de amar.
De pronto, saqué de mi bolsillo la cinta y se
la entregué contándole, por encima, el contenido de la misma, pero preferí que el
resto fuese para Vicky una grata sorpresa. Y así fue…Una sorpresa, pero que muy
especial.
Pero más tarde resulté yo ser el sorprendido,
cuando de su pequeño bolso sacó un sobre. Me lo entregó con mucha dulzura y, casi
de seguida, lo abrí. Dentro habían dos maravillosas fotos de ella; una grande y
otra más pequeña de tamaño carnet. La grande, supe que se la había hecho en un
fotomatón, porque ella mismo me lo comentó, y estaba ampliada y arreglada con unas letras, de color
rojo, que decían: “MIL BESOS PARA TU ANIVERSARIO”. Y añadió diciéndome:
—Esta foto, pequeña, me la hice ayer mismo,
porque las necesitaba, pero ésta, más grande, se la he cogido a mi madre. Se la
regalé hace unos meses por su aniversario de boda. Espero que no me diga nada
malo cuando se entere, pero es que me encanta cómo salgo de favorecida en ella
y, por el momento, me gustaría que la guardases tú.
Estas fueron sus palabras. Y yo sentado a su
lado, con sus fotos en mis manos, casi ni me atreví a mirarla a los ojos, así
que bajé mi mirada hacia las fotografías y advertí de que a pesar de que salía
muy bien, en ellas, me gustaba mucho más al natural. Son esas apreciaciones en
las que uno se detiene, sin que lleguen a preocupar mínimamente. Y es que, en
realidad, fue mi subconsciente quien se encargó de distraerme, momentáneamente,
con el fin de que pudiese recuperarme, lo antes posible, del sinóptico efecto
que las palabras de Vicky produjeron en mi pequeño corazón.
Yo valoré mucho ese gesto que ella tuvo
conmigo, pues sé que no le resulto fácil desprenderse de aquella foto. Tanto
fue así que, desde entonces, siempre la he guardado con muchísimo cuidado. Me
encantaba cómo se comportaba conmigo. Vicky siempre me daba todo lo mejor de sí
misma y yo siempre era muy respetuoso con ella. Así éramos Vicky y yo.
Las horas pasaron demasiado rápido, así que
tuvimos que salir, rápidamente, hacia el cine “Lauren” de la Plaza Universidad.
Me alegré de haber comprado las entradas unos días antes, pues no tuvimos que
perder el tiempo en las colas de acceso a las taquillas. Justo antes de entrar
compramos dos botellines de agua y, seguidamente, nos acomodamos, más o menos,
por la parte central de la sala.
La película que decidimos ver se titulaba “El
Elegido” y no tardó en comenzar pero, nosotros, no estábamos para comprender
aquella película tan obscura y confusa, pues para poder disfrutarla y
entenderla, al completo, teníamos que prestar demasiada atención. Yo tenía mis
cinco sentidos pendientes de Vicky y, a juzgar por sus comportamientos frente a
la pantalla, no dudé de que ella también los tuviera fijos en mí.
Fueron muchos los momentos en que nos miramos
y nos perdimos, tímidamente, el uno en la mirada del otro, mientras nos
sorprendimos sonriéndonos. Yo necesitaba sentir su tacto, pero me sentí preso
de mi miedo y perdí algo más de media hora pensando en cómo poder tocarla. De
vez en cuando, nos acercábamos y nos decíamos alguna palabra al oído; algún
comentario de lo poco que nos gustaba la película o alguna tontería, que le
soltaba yo, para disimular el miedo aterrador que me manejaba a su antojo.
Tanto es así que, simplemente, por sentirme tan cerca de ella y mientras nos
susurrábamos al oído, recuerdo que temblé entero.
Trabajo me costó disponerme a romper el hielo,
pero lo logré. Me atreví y puse fin a la inquietante barrera que se empeñaba en
separar nuestros cuerpos. Vencí mis miedos y me dispuse a hablarle con el
corazón.
—Vicky —le dije mirándola fijamente. Ella me
miró y dijo.
—¿Sí? —me acerqué un poco más.
—Hace más de media hora que necesito sentir
tu mano, pero no sé cómo pedírtelo.
Ella apenas dijo nada, sonrió, cálidamente,
como contenta de que, al fin, me hubiese decidido a dar aquel sencillo paso. Se
acomodó bien en su butaca y me concedió mi deseo.
Comenzamos a jugar al juego de acariciarnos
las manos y Vicky me ganó claramente, porque yo me sentí incapaz de moverme.
Nada mas notar su pulgar jugueteando con el mío, me quedé patidifuso y, cada una de
las veces que continuamos mirándonos, disfruté viéndola sonreír.
No era un tacto demasiado suave el de su mano,
porque Vicky trabajaba en la sección de fruta de uno de los Supermercados de
la, conocida, cadena “Supermercados Sol”, de Barcelona. Pero recuerdo que a mí
me encantó. Y lo sé porque fui incapaz de comprender ningún detalle de aquella
película, y todo mi interés se centró en continuar sintiendo su tacto en mi
piel.
La película llegó a su final, se encendieron
las luces y salimos caminando, rápidamente, hacia el restaurante al que yo
había pensado llevarla a cenar. Pero como los detalles, planeados, en una cita
suelen salir mal, cuando llegamos al lugar en cuestión nos lo encontramos atestado
de gente, así que decidimos seguir andando hasta encontrar, juntos, un lugar
que nos gustase a los dos.
El destino quiso que fuese un “Restaurante
Bocata” en los que se preparaba comida rápida. Nos cogimos unos bocatas y nos
subimos a la 2ª planta del Restaurante, para poder estar tranquilos y hablar, de
nosotros, sin que nadie nos molestase. Cuando nos sentamos, el uno al lado del
otro, nos fijamos en que tan sólo estábamos acompañados por una pareja, sentada
3 o 4 mesas por detrás nuestra.
Fue entonces cuando se confirmaron mis
temores. Hasta ese mismo día, yo tenía la esperanza de que, justo al verla, cambiasen mis sentimientos y pasasen a ser
más calmados y más racionales; y juntos
reconsiderásemos nuestra situación y todo lo que nos había pasado aquellos
días, con la idea puesta en que, después de aquella cita, no nos quedase ninguna
duda de que lo mejor era continuar, únicamente, con nuestra bonita amistad.
Pero por algo yo me temí lo peor. Allí mientras cenaba a su lado, bromeando
sobre la película, comenzamos a contarnos nuestras vidas, incluso viajamos a
nuestra infancia y, juntos, volvimos a ser niños… No hicimos más que cuidar el
uno del otro.
Comencé a sentir cómo me despedazaban por
dentro y que todo lo que yo había vivido,
hasta aquel entonces, se precipitaba, sin remisión, al vacio de la nada. Todo
lo demás cobró una superficialidad aplastante, porque lo único que me importaba
lo tenía a mi lado; era Vicky.
Mientras yo le hablaba, sentía cómo se fijaba
en mis gestos, y cómo me reconocía con sus ojos, prestándome una total atención.
¡Así estaba! Que apenas llegué a comerme
la mitad de mi bocadillo. Recuerdo que bromeamos con ese tema, pero yo
no tenía ánimos para reírme mucho, porque me preocupaba todo lo que se me venía
encima y todo el dolor que podría causarme a mí mismo, y a todos los demás,
después de aquella cita.
¿Qué pasaría tras aquella noche, en las que todas
las expectativas sobre Vicky se desbordaron? Me horrorizaba separarme de ella.
No me creía que Vicky pudiese estar sentada a mi lado, pero todo era real. ¿Por
qué había tardado tanto tiempo en llegar?... ¿Y ahora qué?
Éstas fueron algunas de las preguntas que me
hice, a mí mismo, y pensé en hacer cualquier cosa menos retroceder.
Me estremecí sólo con la idea de no volver a
verla y me aterró el pensar que ella no estuviese sintiendo lo mismo por mí.
Sus ojos, sus labios, su sonrisa y todos sus gestos, me dieron una total
confianza y me aportaron una clara prueba de que, ella, también estaba tan a
gusto como yo. Pero necesitaba confirmarlo y oírlo de sus propios labios. Cogí su mano y, aguantando su mirada lo más
que pude, le dije todo lo que había
sentido, junto a ella, durante toda aquella tarde noche, juntos.
—Vicky me gustaría que me escuchases, me encanta
estar así contigo. No puedo dejar de mirarte y no me arrepiento, nada, de haberte
conocido, porque estoy viviendo las dos semanas más bellas de mi vida. ¡No veas
cómo pasa el tiempo cuando estoy contigo! ¡No me he enterado de la tarde! Y me
pongo muy triste con sólo pensarlo pero, de aquí a no mucho, nos tendremos que
despedir. ¡Yo necesito verte pronto! Y me gusta mucho como eres. ¡Te veo una
chica muy interesante!
Esto último le hizo mucha gracia, así que me
obligó, cariñosamente, a enumerarle algunas de las razones por las que yo cavilé
aquello. Bromeamos, un ratito más, contándonos lo que nos gustaba a uno del
otro y, entre risas y sonrisas, nos fuimos acercando más y más. Necesitaba
abrazarla, jamás tuve una sensación tan prioritaria. Era cuestión de ser o ser.
—Vicky yo estoy muy bien aquí, contigo.
—Y yo también Fernando —me contestó.
Yo me había entregado tanto en nuestra
conversación, le abrí tanto mi corazón, que mis lágrimas no tardaron en superarme.
Vicky alzó su mirada sobre mí y pude notar que sus ojos, también comenzaron a
sentir de la misma forma que los míos.
—Vicky te quiero muchísimo. ¿Te puedo
abrazar? —le dije.
Ella no contestó con palabras y, de la forma
más natural, me abrazó entregándome, así, mi segundo deseo. Nos quedamos en
silencio, sentados, abrazados, con nuestros cuerpos muy juntos, durante al menos
media hora. Nuestro silencio tan sólo se vio interrumpido por algún te quiero que
nos susurrábamos o alguna leve risa que, en aquel momento, nos sonó entrañable.
Prácticamente ni hablamos porque nos lo confesamos todo con el tacto de
nuestros brazos; apretándonos fuerte. Ése fue nuestro único lenguaje.
Me estremecí cuando sus manos apretaron con
fuerza mi espalda. Me sentí totalmente colgado y me sorprendió, de nuevo, ese
miedo tan grande a perderla.
Confieso que hay fragmentos de mi relato, que
me cuesta mucho contaros, porque hay recuerdos que me desbordan. Este momento
que os estoy narrando es uno de ellos pero, aun así, intentaré explicaros qué
significó para mí aquel abrazo que, Vicky y yo, nos dimos.
Sentí un sinfín de sensaciones que iluminaron
mi Ser. Fue como si sumásemos el abrazar a una madre, a un padre, a una hermana o al mejor amigo, y me
horrorizó la idea de apartarme de
sus brazos, porque supe que toda mi vida había estado esperando aquel momento.
Entonces sentí pureza, humildad, ingenuidad, bondad, pasión, ternura y mucho amor
que no supe cómo disimular. Sentí que, a partir de aquel instante, tendría que
protegerla y, a su vez, me creí muy protegido por ella.
Estábamos tan extenuados del amor que
sentíamos que, en un ademán de
interrumpir levemente nuestro abrazo, vimos
que la sala comedor del restaurante se había llenado por completo. Nos
sorprendió ver a toda aquella gente allí. ¿Cómo no nos habíamos dado cuenta
antes? ¿Durante tanto tiempo estuvimos abrazados? Pero nosotros continuamos
disfrutando, a ciegas, con nuestros ojos cerrados, entregándonos por completo y
empeñados en seguir reconociéndonos con nuestro tacto y, también, con nuestras
caricias, que comenzaron a surgir con timidez. Todo lo demás apenas nos
preocupó; aquella gente nunca estuvo allí. ¡Qué hermoso sentimiento el que
sentimos! Tuvo que ser amar. ¡Tan sólo pudo ser amar!...
—Vicky. ¿Puedes cerrar los ojos? —le
pregunté.
—¿Por qué? —me contestó ella, sonriéndome,
pero algo nerviosa.
—Tendrás que confiar en mí —le contesté con
voz firme y ella los cerró.
Mi luz interior me dio fuerzas y me acerqué
un poco más. Mientras, continué acariciándole sus hombros y caí en la cuenta,
de que tenía su carita a menos de un palmo de la mía. Vicky con sus ojos
cerrados, todavía, estaba más esplendida. Ella me sonreía sin tregua y sus
pestañas seguían clavándose, en mí, hiriéndome de muerte. Me moría por besarla y
cada minuto que pasaba me era más necesario, lo deseaba de veras, pero tuve que
contar hasta tres para atreverme.
Me acerqué, con mucha suavidad, y besé su
frente. Ella soltó unas risas, como no creyéndose nada de lo que le estaba haciendo,
pero siguió quieta en su asiento, sin moverse y sin abrir sus ojos, respetando,
así, las reglas de mi juego. Y entonces fue cuando me acerqué a sus ojos y los acaricié
con mis labios, con una dulzura que, hasta entonces, no había nacido en mí.
Vicky apostó por seguir sonriéndome, imaginándose mi rostro muy cerquita del suyo,
y no pude resistir más la tentación.
Apunté a sus labios y me dispuse a besarla,
pero abrió sus ojos, justo, en el último suspiro. Vicky, todavía, tardó unos
días más en concederme mi tercer deseo.
Ella no me besó aquella tarde, pero en cambio
me hizo vivir sensaciones tiernas. Las caricias se sucedieron y nos besamos en las
mejillas, disfrutamos de nuestra esencia corporal y jugueteamos por nuestros
ávidos cuellos, como si quisiésemos buscar nuestro más apreciado tesoro.
Sentí una plenitud inigualable. Fue como
coronar la cima más alta, la más arriesgada, pero desde donde, seguro, vas a disfrutar de la vista más sublime y poder
comprobar lo insignificantes que podemos llegar a sentirnos, si nos comparamos
con todo lo natural e importante de la vida.
Se acercó la hora de marcharnos, porque Vicky
tenía que madrugar al día siguiente; había llegado a su fin su semana de
vacaciones. Tan sólo habían pasado varios minutos de las 10 de la noche pero, nosotros, ya
marchábamos camino de nuestras casas. A medida que fuimos avanzando por las
distintas paradas de metro, nos dimos cuenta que se nos agotaba el tiempo. Ya
era irremediable la despedida, pero continuamos conversando, de nosotros,
mientras hicimos el transbordo en Plaza
España y durante el corto trayecto hasta
su parada; “EL GORNAL”. Los últimos 10 minutos junto a Vicky los pasé con un
nudo terrible en mi garganta. Y cuando la vi desaparecer, lentamente, por el
andén de su estación, camino de las
escaleras mecánicas, me esforcé por detener
mis lágrimas. Justo antes de perderla de vista ella se giró, por última vez, para
sonreírme y decirme adiós con su mano.
Durante el corto trayecto que me esperaba
hasta llegar a San Baudilio, me consolé como pude. No fueron más de 7 minutos,
pero yo deambulé como un loco por los vagones del tren sin cesar de pensar en
su último abrazo, en sus 2 besos de despedida y en lo que me dijo justo antes
de bajarse del tren:
“Fernando llámame cuando llegues a casa, por favor.
Y hablamos aunque sea un ratito”.
Comenzó a hacer frio y a caer una lluvia tan
fina, que apenas creí mojarme, cuando en realidad me empapé hasta los huesos. Necesitaba
escucharla y averiguar qué pensaba de mí, después de todo lo que habíamos
experimentado aquel domingo. Me sentí como si me hubiesen preparado una encerrona,
como entre dos tierras, pero no dudé en querer seguir estando allí.
Me horrorizaba la idea de dejar mi relación
con mi novia María Jesús, pero me era mucho más imposible decir “No” a aquel
amor que sentía por ella pues encendía mi alma y explotaba mis 5 sentidos,
sacando lo mejor de mí.
Llamé a Vicky, en cuanto pude, y lo hice desde
una cabina muy cercana a mi casa. Por aquel entonces yo vivía en el barrio Marianao,
junto a mi madre. Tras la muerte de mi padre los dos vivíamos solos en el que, desde
muy niño, había sido mi hogar.
Marqué el número de Vicky y me contestó muy
contenta. Nada más oír su voz, ardí de deseos de vaciarme allí mismo y de
confesarle lo mucho que ya la echaba de menos. Así que le dije que la amaba y
que era la primera vez que sentía algo tan importante. Y comencé a sollozar,
como un niño, porque me vi perdido. Supe que, pasase lo que pasase, me tocaría
sufrir. Vicky no soportó oírme llorar, así que cortó mi llanto con sus
palabras. Me sonaron muy ingenuas. Como una bendición.
—Te quiero mucho Fernando. Vete a casa y tú
tranquilo, después, más tarde, te llamo yo —me contestó.
Intentó consolarme como pudo, pero ella
tampoco se encontraba entera y le faltó muy poco para desmoronarse. Lo noté, en
su voz, antes de colgar el teléfono. Aun así no nos faltaron fuerzas para
despedirnos con nuestras frases mágicas:
—Un beso muy grande, y hasta dentro de un
rato, “mi chiquitina”.
—Otro para ti “mi nene bonito” —me contestó
ella.
El hablar con Vicky me tranquilizó pero, como
ya os he contado antes, ella y yo nunca estábamos a la par y más tarde fui yo
quien la tuvo que consolar.
Sucedió cuando yo, todavía, estaba cenando. Me
llamó, más o menos, sobre las 23.30 horas. Ella ya había escuchado el casete
que le grabé y me quedé sin palabras, cuando la oí llorar rota en mil pedazos.
—Fernando. Te quiero mucho. Te Amo…No sé qué
me pasa. Yo necesito estar contigo y tú no puedes…Y estoy mal…Quiero salir
contigo y ser tu novia.
Vicky casi no podía ni hablar y, entre lágrimas
y sollozos, fue vaciando todo lo que había reprimido, en su interior, durante
toda la tarde que habíamos pasado juntos; mientras estuvimos en el cine,
mientras nos abrazamos o cuando ni
nos atrevíamos a mirarnos, fijamente, a los ojos, por miedo a delatarnos
nuestro amor. Pero me habló, y de todo corazón.
—Nunca me han hablado como tú lo has hecho en
la cinta. Ha sido un regalo precioso. Te quiero mucho Fernando. No me hagas
daño por favor —así de especiales fueron sus palabras.
Nunca, hasta aquella misma noche, la había
oído hablar tan emocionada. Tanto, que me costó entender sus palabras pero, en cambio, sí capté a la perfección su
necesidad de amarme y de ser amada por mí, porque sus sentimientos vieron la
luz por otra vía muy distinta; mucho más
directa que su propia voz. Los dos utilizamos la vía del corazón.
No daba crédito a lo que oía. La amaba tanto que
cuidé al máximo mis palabras, para no caer en el error de precipitar
acontecimientos que debían de continuar, por sí solos, su curso natural. Confiaba
en que surgirían, espontáneamente, porque lo mío con Vicky jamás fue un amor de
esos que uno desea explotar lo antes posible, como si se tuviese la certeza de
que, tarde o temprano, el tiempo se va a encargar de destruir. Mi amor por
Vicky siempre fue sembrado con sumo cuidado, desde el primer momento en que
apareció en mi vida, pues nunca contemplé la idea de darle mi espalda y caer en el error, de no luchar por aquel
sentimiento tan grande e irrepetible.
Como lo que deseaba era avanzar, junto a ella,
con paso firme y sin miedos que pudiesen arruinar nuestra vida en común, me
sentí obligado a pedirle algo de tiempo. Para mí también fue muy doloroso,
porque enloquecía de ganas de estar entre sus brazos.
—Vicky no llores por favor. ¡Y escúchame
bien! Te amo muchísimo y quiero estar contigo. Yo siempre siento que quiero estar
contigo, pero tengo que seguir conociéndote. ¡Quiero verte pronto cielo! Pero
quiero pedirte un poco de tiempo, porque llevo ocho años con mi novia y necesito
pensar en todo lo que nos está ocurriendo, antes de tomar una
decisión importante. Pero todo lo que te dije la noche de carnaval, cuando me
marchaba a Zaragoza… ¡Es cierto! La promesa que te hice. ¿Recuerdas? No me
imagino la vida sin lo que sentimos los dos, sin tenerte. Te amo. Por favor,
solo te pido un poquito de tiempo. Estoy seguro que no te arrepentirás.
Pero Vicky continuó llorando y, mientras, me contó
que cuando escuchaba el casete me imaginaba a mí, en mi habitación, grabándoselo,
hablándole bajito y acurrucado entre mis
sabanas.
—Necesito verte pronto —le dije yo.
—Y yo también.
—¿Mañana mismo? —le pregunté.
—Sí sí. ¡Ah no! Mañana no puedo —me dijo.
—¿Y el martes? —le volví a preguntar.
—Sí sí. El martes me va bien, porque trabajo
por la tarde.
Quedamos en vernos dos días después. No pudimos
seguir hablando por mucho más tiempo, porque Vicky me había llamado desde su
teléfono de casa. Nos fuimos despidiendo pero, antes, quedamos para llamarnos
al día siguiente. A pesar de nuestra tristeza, colgamos nuestros teléfonos muy
esperanzados, totalmente, borrachos de pasión y con una sola meta; alcanzar el martes lo antes
posible.
Pero lo nuestro era un amor de verdad y, aquella
noche, necesitábamos tanto saber el uno del otro que tuvimos que seguir comunicándonos;
pero esta vez a través de nuestros móviles. Nos cruzamos mensajes durante, al menos,
una hora, y nuestra necesidad de amarnos superó todas las expectativas. Llegué
a estremecerme al leer algunos de sus desgarradores mensajes. Éstos han sido,
desde entonces, los mensajes más
añorados y queridos por mí. Significaron tanto, que no he sido capaz de
borrarlos de la memoria de mi móvil.
12-03-2001
00:53 h.
—Te quiero más que a mi vida. Fernando quiero
morirme a tu lado. No me hagas daño por favor, porque vivir sin ti no tiene
sentido. Te amo y quiero estar contigo toda mi vida. Te lo juro.
12-03-2001
01:17 h.
—Piénsalo muy bien. Yo te prometo que te amaré como nunca te han
amado. Fernando quiero salir contigo, ser tu novia. Dame una oportunidad para
demostrártelo. No te arrepentirás.
Os he reproducido, sobre este papel, dos de aquellos
mensajes tal y como ella me los escribió y aparecieron en la pantalla de mi
móvil, porque he querido contagiaros, al máximo, de la magia que aquella noche
vivimos con nuestras palabras.
Así fueron. Así nos amábamos.