CAPÍTULO 13
LAS TRES MANZANAS
—¿Perdona?
—¿Sí?
—¿Sabe si trabaja aquí una chica que se llama
Virginia?
—¡No que va! Aquí no.
—Bueno, ése es su nombre de pila pero, casi
todos, la conocen como Vicky.
—¡Pues no, tampoco me suena! Esa chica no
trabaja aquí —me contestó.
—Vale gracias. Muchas gracias —le contesté.
Y salí, en tropel, por la puerta del supermercado,
y sin mirar atrás, pues intuí que las dos dependientas continuaban mirándome.
Les debió de sorprender mi mirada a la deriva, expectante y luchadora, atrevida
y desafiante, con la que entré, y sin entretenerme a mirar ninguna estantería, en
dirección a la sección de fruta. Pero la desconfianza con la que me miraron,
nada más verme entrar tan decidido en dirección
hacia ellas, se esfumó en el momento en el que abrí mi boca y pronuncié su
nombre…
Sus instintos de mujer les debieron de
tranquilizar porque, seguramente, ellas notaron mi necesidad de auxilio. Mi, impulsiva,
inquietud, pasó de intimidarlas a conmoverlas y se quedaron quietas, sonriéndome;
sonriéndoles al amor.
El mío era un amor en estado puro, con el que
recorrí las calles, perdido, casi sin probabilidades de encontrarme con mi chiquitina.
Probablemente la expresión de mi cara debió de enternecerse tanto, allí de pie
delante del mostrador, preguntando por una chica de la cuál demostré saber muy
poco, pues ni siquiera tenía claro dónde trabajaba, que ellas se rindieron ante
mi inocente pregunta y disfrutaron, con sus risas, de mi ingenuidad y mi buen
fondo.
Aquél fue el sexto supermercado en el que
entré, durante las dos horas que pasé caminando, por la zona del Tibidabo de
Barcelona. Éste era el único dato del que disponía, y con el que me lancé a la
difícil aventura de buscar a Vicky. Ella
me contó que trabajaba en la sección de fruta de un supermercado de la cadena
“Super Sol”, de la zona de San Gervasio. Averigüe que esa zona estaba muy
próxima al Tibidabo pero, como no tuve clara su situación en el mapa ni la
parada de metro más cercana, aposté por subir por la calle Balmes, desde Plaza
Cataluña, sin cesar de preguntar a todas las personas con las que me crucé, si
conocían un supermercado con ese nombre. ¡La verdad es que no me imaginé que hubiese
tantos! Fui acelerando el paso pues, como mi turno de trabajo comenzaba a las 2
de la tarde, no disponía de mucho tiempo. Decidí entrar y preguntar, por ella, en
todos los supermercados, de la misma cadena, que me encontrase por el camino.
Apenas hacía un mes que conocía a aquella
chica, pero la intensidad de nuestros sentimientos y nuestra dependencia, del
uno por el otro, ascendían en progresión geométrica. Nuestra gráfica lineal,
imaginaria, ascendió tan deprisa que, nosotros, fuimos los primeros
sorprendidos.
Me temblaban las piernas y un cosquilleo en
mi estómago, me acompañó durante toda aquella mañana. Desde que salí de
Zaragoza, a eso de las 5 de la madrugada y recién iniciada mi bella búsqueda,
apagué mi móvil pues decidí quedarme incomunicado con el resto del mundo. Temía
que, justo en el clímax de mi sorpresa a Vicky, me llamase mi novia María Jesús
e inconscientemente arruinase todo mi plan, al completo.
Todavía, conservaba el suave tacto de sus
labios en los míos, la importante generosidad de nuestros abrazos y la noble ternura
de nuestras caricias; huellas imborrables en el tiempo, por más que nos castiguen los años.
Y me enorgullecía el delirio personal, con el que nos cuidábamos, y toda
aquella atención que nos dedicábamos cuando hablábamos como si, en cada una de
nuestras palabras, la vida nos obsequiase con una nueva oportunidad de volver a
vivir y sentir.
Hacía13 días que no veía a Vicky. Curiosamente,
la última vez fue en martes y trece. Por aquellos días noté a Vicky extraña, algo
confusa y muy triste con el hecho de que yo continuase mi relación con mi novia
María Jesús. Yo la amaba más que a mi propia vida, pero me costaba salir de
aquel peliagudo laberinto, en el que continuaba solo porque nadie conocía mi historia.
Apenas habían pasado unas horas desde que mi
autocar, procedente de Zaragoza, pisó el andén de llegada en la estación de
Sants (Barcelona). Mi novia y yo habíamos decidido estar juntos aquel fin de
semana, porque se casaban unos primos suyos; José María y Rosa. Muy a mi pesar reconozco
que fue una muy inoportuna celebración, pues llegó en el peor momento posible.
Yo no tenía ánimos para nada así que, aquella madrugada de lunes, salí de su
casa bastante antes de la hora a la que estaba acostumbrada mi novia a verme
marchar.
Ya no podía más. Había estado planeando mi
sorpresa durante todo aquel largo fin de semana. Deseaba que Vicky supiese que
ella era lo único que en verdad me importaba. Por eso a pesar de mi caminata y
de mi cansancio, pues en aquella misma noche anterior apenas había podido
conciliar el sueño, “abolí” la estúpida posibilidad de retroceder en mi búsqueda.
Me encontraba tan lleno de amor, que no dejé dentro de mí ni un rinconcito para
el agotamiento.
Mi intención era sorprenderla en el trabajo;
verla sin más. Me conformaba con unos minutos de su presencia y con que, ella,
valorase mi esfuerzo por haber llegado hasta allí. Perseguía el que, a ella, no
le quedase ninguna duda de que la amaba.
Alcé mi mirada y comprobé que la estación de
“El Putxet” estaba próxima. Recordé que una pareja de ancianos, con los que me
crucé y paré para preguntarles, me habían dicho que el mismo paseo de San
Gervasio estaba cerca de allí, por lo que mi corazón comenzó a cobrarse más y
más protagonismo; latiendo peligrosamente.
Volví a entrar en un supermercado más, donde
llegué a describirla físicamente, pero no hubo suerte. Una fuerza, extraña en
mí, me animó a continuar batallando. Vicky no podía estar muy lejos, después de
haber entrado en tantos supermercados a lo largo de toda la mañana. Hasta me
planteé el no presentarme, aquella tarde, en mi trabajo, para así dedicar más
tiempo a mi búsqueda.
A duras penas contaba con fuerzas para cargar
con mi bolsa de viaje, que llevaba cargada en mi hombro derecho, con algo de
ropa y alguna que otra de mis pertenencias. Necesitaba sentarme, aunque fuese,
unos minutos, pero no lo hice y aguanté igual de luchador que siempre.
Me tragué mis nervios, cada una de las veces
que entré en un supermercado distinto, porque cualquiera de ellos podía ser el
suyo. Y, por esa razón, descargaba toda mi adrenalina y elevaba al máximo mi
atención cuando, efímeramente, presentía su presencia, para luego caer
decepcionado.
Sabía que me podía encontrar con Vicky de la forma
más inesperada, seguramente acompañada, pero estaba seguro de que la
reconocería nada más verla, por mucho que pudiese cambiar su aspecto en horas
de trabajo, porque yo la llevaba calcada en mi pensamiento, de por vida.
¿Cuál sería su reacción? Me horrorizaba la
idea de que Virginia se enfadase conmigo al verme allí en su trabajo. Hoy, por
hoy, me sigue sorprendiendo la valentía con la que salí a buscarla y no
entiendo cómo no me vine abajo, alguna de las veces que pronuncié su nombre con
tal de averiguar si, por fin, la había encontrado.
Subí por Pasaje de San Gervasio; una calle
muy estrecha y sin apenas comercios de
ningún tipo. Volví a preguntar y,
entonces, me dijeron que el final de aquella calle, comunicaba con el paseo de San
Gervasio y que, justo allí mismo, a unos 100 metros a mano izquierda, había un
Supermercado Sol bastante grande. Ésta era mi última esperanza. Subí a paso
ligero, mirándome reflejado en los espejos de los coches y cristales de los
escasos comercios, con los que me fui cruzando, con tal de retocar mi imagen lo
más que pude.
Me vestí con un pantalón tejano y un jersey
gris de pico, zapatos negros, como de costumbre, y el mismo abrigo de nuestras
primeras citas. El único detalle en mí distinto a lo que ella había conocido;
mi pelo. Decidí cortármelo aquel mismo viernes anterior, exactamente, a la
misma medida a la que estaba acostumbrado, pero como ella nunca me lo había
visto tan corto, temí no agradarle.
Todo sucedió muy rápido. Entré muy decidido,
como en mis anteriores intentos frustrados, y hasta parecí contagiar seguridad y
tranquilidad. Nada más cruzar el umbral de la puerta corredera de la entrada
supe, con toda certeza, que Virginia se encontraba allí. Son esas percepciones
que, primeramente, te abofetean la mente, para luego mostrarte la verdad, a
modo de espejismo, unos instantes antes de que suceda lo esperado.
“Le vi las orejas al lobo”, pero no supe ni
quise echarme atrás. No me hizo falta preguntar por Vicky a ninguna otra
dependienta, sino que avancé, con decisión, hasta la fruta y allí la encontré.
Mágico momento y dulce sueño el que yo
persigo desde entonces. Fue una imagen irrepetible la que disfruté durante
minutos. Un cuadro triunfal lleno de luz y salpicado de esperanza. Imagen
única, entrañable, imposible de olvidar y muy difícil de narrárosla; por la que
valdría la pena luchar todos mis
restantes días.
Siendo consciente que mi chiquitina me podía
descubrir en cualquier momento, permanecí allí de pie y sin saber cómo intervenir.
Me quedé en posición de fuera de juego y, sólo, se me ocurrió esconderme entre las
estanterías del pasillo central, repletas de cajas rellenas de fruta variada. Me pareció un crimen romper aquel momento y retrasé,
a conciencia, mi deseo de hablar con ella.
Desde allí, escondido entre las cajas, pude
admirar su perfil derecho y, a ratos, cuando se giraba de frente y miraba, perdidamente,
en dirección a las cajas donde me ocultaba yo, me hechizaba con su mirada. Virginia
vestía una camisa blanca, escasamente abotonada, muy típica en los comercios de
alimentación. Debajo llevaba un jersey marrón de cuello no muy alto y un pantalón
ancho, también blanco. Ella utilizaba un calzado fresco, del mismo color, aparentemente
cómodos y abiertos por la parte de atrás, dejando así sus tobillos visibles del
todo. Llevaba su pelo semirecogido, recuerdo que bastante más desordenado y con
más volumen que la primera vez que nos vimos; pues aquel día se lo alisó con la
idea de agradarme lo más que pudo. Y por último sus pestañas. ¡Ay sus pestañas!
Menudo embrujo irresistible. Su mirada tan
penetrante, sus labios sugerentes y juguetones, y su sonrisa tan caprichosa e
interesante como siempre. Llevaba su carita pintada a la perfección, detalle
éste que no me molestó. Pues aunque Vicky me gustaba mucho más al natural, sin
maquillar, el detalle de que se arreglase tanto a la hora de trabajar decía mucho
de ella, teniendo en cuenta que trabajaba de cara al público. Valoré mucho su
intención de agradar, físicamente, cualidad muy propia de una gran mujer como
lo era Virginia.
La vi trabajar, de pie, mientras pesaba la
fruta en una báscula electrónica que después, ella misma, introducía en unas
bolsitas de plástico, para luego colocarlas en cajas de madera. Movía sus manos
pausadamente, pero entregada a su trabajo, muy sonriente, disfrutando de su
trabajo y muy convencida de sus dotes y su valía. Estaba guapísima.
Cómo expresar lo que sentí allí, camuflado,
temeroso de enfrentarme a mis propios miedos. Tuve la suerte de que, gracias a
que en un principio Vicky no supo de mi presencia, pude conocer esa parte que ella
se empeñaba en esconderme cuando yo existía en su mundo. Podría llegar a escribir
una novela entera describiendo, únicamente, todas aquellas sensaciones y
sentimientos que despertó aquella chiquilla en mí, durante aquellos escasos 5
minutos. Me entusiasmé, me emocioné y me creí muy orgulloso de haber llegado
hasta allí. Me costó controlarme y, para hacerlo, tuve que pedirle ayuda a
“Él”. Le rogué… “DIOS CÓMO LA AMO”. Sentí que la amaba demasiado y me quedó muy
clara mi decisión, de luchar por ella hasta el final.
Comencé a tener miedo a una posible mala
reacción de Vicky, por eso pensé en acercarme a ella de la forma más ingeniosa.
Me deslicé por el pasillo, resguardándome lo más que pude de su visión,
mientras cogí una de las bolsitas, pequeñas, que los clientes utilizaban para
servirse la fruta. Me dirigí a la caja que más me llamó la atención e introduje
con muchísimo tacto en la bolsa, con tal de no delatar mi presencia, tres
manzanas verdes, grandes y hermosas. Aproveché la circunstancia de que Virginia
no estaba atendiendo, en ese instante, a ningún cliente, para acercarme,
valientemente, por detrás. Me coloqué a unos escasos 15 centímetros de su
cuerpo por lo que, sin ella saberlo, volvió a complacerme con su aroma. Levanté
mi brazo derecho, con la bolsita y mis tres manzanas, y se la acerqué muy cerquita
de su cara. Susurrándole al oído le dije:
“¿Me pesas las manzanas por favor?”
Ella, tras reconocer mi voz, se giró
avivadamente y rozó, inconscientemente, mi cuerpo. Me devoró con su sonrisa, y
su mirada de sorpresa me habló por sí sola.
—¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo has venido?
¿Cómo has sabido dónde trabajaba? —nuestros verdaderos nervios derrotaron a
nuestros deseos de demostrarnos el amor, así que sólo nos saludamos con 2
besos.
—¡Pues nada, que pasaba por aquí y he pensado
en comprarme unas manzanas! Entonces he recordado que tú trabajabas en un
supermercado como éste y he pensado… ¿Mira que si me encuentro a Vicky?
—¡Sí ya! ¡No cuela! —me contestó riéndose
muchísimo. No sólo no le molestó mi sorpresa, sino que la disfrutó al máximo. A
Vicky le encantó mi detalle.
—La verdad es que quería darte una sorpresa y
te he buscado, expresamente, para verte aunque sólo fuesen unos minutos.
—¿Qué tal te ha ido el fin de semana? —me preguntó.
—Bien, pero no he hecho más que pensar en ti.
Necesitaba verte. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—Bien, yo estoy bien —y de nuevo una tierna
carcajada suya—. ¡Estás como una cabra, pero me ha hecho mucha ilusión verte!
Miró mi bolsita y, con cara de incredulidad,
me preguntó:
—¿De verdad que vas a comprar las manzanas?
No recuerdo haber escuchado una pregunta, de
sus labios, tan encantadora como lo fue, para mí, aquella. Ni en mis mejores
sueños, con ella, imaginé una escena tan divertida.
—Pues claro que sí. Pésamelas que me las llevo
ahora mismo —y volvió a reír.
Temí incomodarla por eso, muy a mi pesar, me
acomodé mi bolsa de viaje a mi espalda y me llevé las 3 manzanas, mientras me despedí
de ella entre risas y con dos besos.
—Luego te llamo yo —le dije.
—Vale. Cuando quieras.
Pasé por caja muy satisfecho de mi siembra
por aquel día. Amándola plenamente. Mi cuerpo temblaba. Demasiadas emociones
para una sola mañana.
Antes de volver a escucharnos, por teléfono,
estuvimos mandándonos mensajes y yo respondí a uno de los suyos, con otras de
mis ocurrencias:
“Vicky te prometo que nunca me habían sabido
tan bien unas manzanas. Estaban deliciosas”.
Y no le mentí. Jamás probé un bocado tan exquisito.
Dedicado a mi chiquitina.
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